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Padre Francisco De Roux S.J. 

 

Superior de los Jesuitas

Colombia

Sus Amigos lo Recuerdan. 

German Castro Caycedo

Escritor y Periodista Colombiano 




CARLOS HORACIO URAN ROJAS 

 

¿Quién encierra una sonrisa?

¿Quién amuralla una voz?

Miguel Hernández 

 

 

Sale caminando, herido, apoyándose en quienes no saben -o sí saben- el destino que le espera. A sus espaldas, el fuego que consume más que el Palacio, la sapiencia. También tanques, fusiles, soldados, gritos, horror, exterminio, el poder de la fuerza sobre la fuerza de la razón. Pero él sale caminando, como dejando una prueba, como un último testimonio: el de aquél que sufrió la barbarie, por haberla fustigado.   

 

 

Es fácil recordar a Carlos Horacio. Lo es porque ese hombre talentoso y comprometido perdura a pesar del tiempo, a pesar de su partida. Por eso tantas voces se han alzado para rememorarlo, para recuperar su legado, para rechazar con indignación su muerte. Poco queda por decirse sobre él, pero, corriendo el riesgo de ser repetitiva, me atrevo, más bien satisfaciendo una necesidad escondida, a recordarlo escribiendo unas líneas. 

 

 

El olvido llegará, seguramente, pero no mientras vivamos quienes, por una maravillosa oportunidad del destino, lo conocimos y pudimos compartir con él fragmentos de nuestra existencia, así hayan sido los lejanos de la juventud. Esos tiempos de reconocimiento de la absurda realidad afincada en la inequidad y en la negación del otro, ese otro representado en una mayoría de excluidos -no tan distinta a la realidad actual-; de fe en el cambio; de pasión en la lucha por los derechos y las libertades que hicieran posible la esperanza de un buen futuro para todos; de afianzamiento de los principios fundamentales que orientarían nuestra vida. Allí estaba Carlos Horacio, el hombre estudioso y reflexivo, atento a “los signos de los tiempos”, convirtiéndose en un líder cristiano carismático, estimulando el pensamiento, jalonando el trabajo, agrandando los sueños. El líder en quien confluían la fe, la fortaleza, el empuje, la serenidad, la escucha, la entrega y la alegría. Una voz que se escuchó en muchos países, una voz por aquéllos que no son oídos.

 

 

Mucho se ha hablado de su inteligencia excepcional y su vasta formación como un jurista integral, a pesar de su juventud. Lo fue. Pero no sólo por sus estudios interdisciplinarios sino, sobre todo, por sus ideales de un Derecho centrado en el ser humano y al servicio de todos, un Derecho verdaderamente orientado al logro de la justicia, la equidad y la paz, un Derecho como herramienta eficaz para construir un mejor país y un mejor mundo. Creyó con optimismo en ello y trabajó hacia ese fin, con idealismo, lucidez, sensibilidad y dedicación. Sin oportunismos ni pedantería, sin ceder a las tentaciones del poder y sin callar ante las arbitrariedades tan comunes en quienes lo detentan. Este era el hombre del talento, el Carlos Horacio jurista brillante y de principios sólidos. Él y otros magistrados que murieron en el holocausto, víctimas de la intolerancia y la sinrazón, juristas demócratas y de la más alta calidad humana son una pérdida irreparable para la administración de justicia de Colombia. Basta con mirar la composición de todas las Altas Cortes siguientes al Holocausto del Palacio de Justicia, -y su actual descomposición- para confirmarlo.

 

 

Pero, más allá de ese Carlos Horacio, líder comprometido, jurista consagrado y ejemplar, sobre quien se ha escrito y dicho tanto, quiero realzar las calidades humanas que hacían de él un hombre fácil de querer. El amor por su familia, la sencillez, la lealtad con sus amigos, tantas veces probada, la solidaridad y el apoyo desinteresado a otros. Fue austero, abierto y fraternal. Y tenía, además de su fe, una custodia, algo más que lo hace imborrable: la alegría. A pesar de su conciencia de las desigualdades, de las injusticias y de la violencia. A pesar de haber asumido con rigor como su papel en el mundo el logro de la justicia y de la paz, o tal vez por eso mismo, Carlos Horacio fue un portador de alegría. Su sonrisa espontánea, su canto, las melodías tocadas en su guitarra, eran una dádiva de alegría cierta. Como si la alegría fuera otra de sus banderas. Su risa era también esperanza y fe, fuerza y pregón.

 

 

Con su muerte se quiso poner fin a sus sueños. Fracasaron. Los sueños de Carlos Horacio se multiplicaron; sólo dejarán de ser soñados cuando se hagan realidad. También se quiso acabar con su alegría. Pero, como lo ha dicho el poeta, otros, como él, están firmes para “Defender la alegría como una trinchera / defenderla del escándalo y la rutina / de la miseria y los miserables / de las ausencias transitorias y las definitivas…”

 

 

 

Carmen Posada González

Octubre de 2013 

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